El hogar de la chimenea |
Reconozco ser un sentimental del tema de antaño, un sentimental algo estúpido que añora las cosas que no conoció y que tiene una idea romántica de ellas pues si tuviera que vivirlas hoy en día no me gustarían. Si es cierto que me quedo con la parte “bonita” de la tradición pues muchas veces sueño en pasar una velada con amigos a la luz de las velas, cocinar en un fuego de leña, y cosas similares, pero si tuviera que pasarme toda mi vida usando velas, o cocinando con leña, estaría maldiciendo mi mala suerte.
Sin embargo si hay algo que añoro de antaño, o mejor dicho varias cosas aunque prácticamente se puede resumir en una, “calor humano”.
Hubo un tiempo donde la gente tenía nombre, o apodo y no era “El vecino del quinto, la dueña de Boby, la del 127, o el del las camisas a cuadros. Hubo un tiempo cuando los niños regresaban a casa después del colegio y no había nadie en casa no estaba se recogían en alguna casa vecina y se les daba la merienda. Cuando los niños eran cuidados un poco por todo el vecindario. Donde los problemas de un vecino eran un poco los problemas de todos. Donde se ayudaban unos a otros, donde el tendero si andabas apurado te fiaba lo que cogías y te lo apuntaba.
En los pequeños núcleos rurales era aun más cercano todo. Todo funcionaba como una cooperativa, cierto es que había vecinos con roces, pero también había mucho trabajo en común, mucho trueque y mucha solidaridad.
Recuerdo cuando me contaba la gente mayor que en tiempos difíciles a veces en una casa comían varias familias cada uno aportando lo poco que tenían, o como en algún libro que tengo a la hora de la matanza había cosas destinadas a entregar a la gente necesitada del pueblo.
La sonrisa era el traje que vestían todos los mayores que eran cuidados en casa con sus familias y el estrés era una palabra desconocida.
Esa es la parte amable de la tradición que nunca debió perderse, y que ojala algún dia despertemos y la recuperemos.
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